Los artistas se enfrentan a su pasado
El registro para la posteridad fue la principal motivación de los supervivientes, quienes juraron escribir sus desgarradores testimonios. La promesa de contar todo, de no dejar nada sin decir, de informar sobre cada aspecto del horror[1].
Los caminos de David Olère, Ella Liebermann-Shiber y Max Bueno de Mesquita no tenían por qué cruzarse. Ella Liebermann-Shiber nació en Berlín; David Olère era inmigrante de Varsovia y vivió en París; y Max Bueno de Mesquita nació en Ámsterdam, donde vivió y creó sus obras. Sin embargo, los acontecimientos de la historia marcaron para cada uno de ellos un destino muy diferente del que habían pensado. Nunca se conocieron, pero compartieron un destino trágico. Todos fueron enviados a Auschwitz, sobrevivieron y, luego de la guerra, tuvieron que enfrentar (cada uno a su modo y en su entorno) las experiencias traumáticas que vivieron en los campos de concentración. Cada uno se enfrentó con el pasado en distinto momento.
David Olère: El testimonio de un Sonderkommando de Auschwitz
David Olère nació en Varsovia en 1902. Allí estudió en la Academia de Bellas Artes. A los dieciséis años se mudó a Danzig (Gdansk) y a Berlín, donde más tarde exhibió sus grabados en madera. En Alemania se abrió camino en su carrera artística en los ámbitos de la pintura, la escultura y el diseño de escenarios y carteles para la industria fílmica local. En 1932 emigró a París, ya que a principios del siglo XX era la meca para los artistas jóvenes. Como muchos otros artistas de esa época, vivió en Montparnasse y diseñó estudios de filmación, vestuario y carteles. Después de casarse, se mudó a un barrio en las afueras de París, donde nació su único hijo, Alexander, en 1930. Cuando comenzó la Segunda Guerra Mundial, se alistó en la infantería francesa. Tras la ocupación de Francia, lo dieron de baja y regresó a París.
Durante la guerra, se perseguía ferozmente a los judíos que vivían en Francia. David Olère fue capturado en febrero de 1943 y enviado a Drancy, un campo ubicado en las afueras de París conocido como «la sala de espera de Auschwitz», que era el destino final para la mayoría de los prisioneros. De hecho, David Olère fue deportado a Auschwitz después de pasar dos semanas en Drancy.
En Auschwitz, notaron su capacidad para hablar varios idiomas y su talento artístico de inmediato. Los alemanes le pedían que escribiera cartas para enviar a sus familiares, las cuales iban acompañadas de atractivas ilustraciones y una elegante caligrafía. También le asignaron la horrible tarea del Sonderkommando: debía entrar en las cámaras de gas y ser testigo de las crueldades que cometían los alemanes. Asfixiaban gente, les arrancaban los dientes de oro y abusaban de ellos sexualmente mientras supuestamente realizaban controles médicos.
David Olère salió de los campos absolutamente convencido de prestar testimonio sobre todo lo que había visto y experimentado. Inmediatamente después de regresar a su casa en Francia, comenzó a recrear en sus obras de arte todo el infierno de los campos de concentración. Todas ellas, sin excepción, transmiten el profundo dolor de aquel momento.
Las obras de Olère parecían repeler al público, en lugar de atraerlo. No es difícil comprender por qué los espectadores preferían evitar mirarlas. En Auschwitz, David Olère fue testigo de situaciones que nunca dejaron de atormentarlo [...]. Solo dibujó lo que recordaba, solo buscó la verdad. [...]. Para él, era una obligación moral.
A partir de 1945, David Olère se obsesionó con la idea de crear un testimonio visual de los horrores y la crueldad que había sufrido. En hebreo, la palabra «testimonio» y la palabra «documentación» comparten la misma raíz, que indica la relación simbiótica entre ambos conceptos. Esta estrecha conexión se aprecia claramente en las obras de David Olère, quien nunca dejó de documentar sus vivencias y, por lo tanto, de manifestar su propio testimonio. De esta manera, colaboró en el registro histórico y colectivo del Holocausto.
Presos de campos de concentración frente a oficiales de las SS.
En muchas de sus obras, David Olère pinta a los oficiales de las SS como figuras dominantes. Los presenta claramente, con características definidas, mientras que sus víctimas forman una masa poco nítida, en la que no se ven facciones claras (ver Presos marchando, n.º de museo 2681; Oficial de las SS dando órdenes, n.º de museo 2682; Selección, n.º de museo 2673; Intentaron escapar, n.º de museo 2655).
Al contrastar el anonimato de los prisioneros con el retrato individualizado de los asesinos, David Olère no solo crea una clara distinción entre asesinos y víctimas, sino que también identifica a los nazis como individuos, como si estuvieran en una rueda de reconocimiento. Los identifica en la corte de la historia.
Cuando el espectador mira una obra de Olère, es transportado directamente a la escena del asesinato y del horror, ya que Olère no intenta suavizar la crueldad de los hechos. Nos convertimos en testigos de actos de brutalidad en los que se muestra a las víctimas totalmente indefensas y desamparadas. Queda absolutamente claro quién tiene el control. Por otra parte, los prisioneros, que eran individuos con sueños, miedos y ambiciones, estaban privados de todo indicio de su vida anterior. Sus nombres fueron reemplazados por números de serie; se borró su identidad y simplemente se convirtieron en «indeseables» que debían morir. El proceso de deshumanización fue diseñado para dar legitimidad a la brutalidad de los nazis y les permitió cometer todo tipo de atrocidades con estos seres «subhumanos».
Hambre
Durante la guerra, la gente aprendió a arrastrarse, a comer y a vivir como animales, rescatando comida de donde pudiesen. El hambre y la sed debilitan. El miedo oprime tanto que hasta las almas más nobles se arrastran para robar una rebanada de pan a algún otro prisionero que se ha quedado dormido.
Los retorcijones de estómago eran constantes y debilitaban el cuerpo y el alma. Muchos testigos, como Aharon Appelfeld, nos cuentan que esa espantosa experiencia no solo causó un terrible sufrimiento físico, sino que también, en muchos casos, cambió el código moral de las personas. Hay un gran número de obras que representan la distribución de la comida, principalmente el pan. En ellas, los presos observaban con extrema sospecha y hostilidad al prisionero que cortaba el pan para controlar que nadie recibiera rodajas más grandes. Por tanto, la falta de comida frecuentemente causaba tensión entre los presos, destruía amistades y la solidaridad, que eran tan importantes en las condiciones incalificables en las que vivían.
Olère refleja el conflicto de la comida en varias obras. En una de ellas, titulada Los recién llegados (n.º de museo 2688), muestra a mujeres tomando sopa directamente de la olla, ya que no había cubiertos. Ewa Gabanyi fue una artista que llegó a Auschwitz el 3 de abril de 1943 [5]. Allí creó un álbum llamado El calendario de los recuerdos (Kalendarz wspomnie), que incluía veintidós dibujos pequeños de 10 x 18 cm. Su estilo era dramático y fantástico, y en ellos se veían pelotas surrealistas enmascaradas, animales extraños y paisajes exóticos. Entre ellos, hay un dibujo naturalista de una mujer comiendo con uniforme de prisión con el texto «La primera sopa en el campo» (Zjada primera zupka lagrowa), fechado el 27 de abril de 1942. Esto indica que Gabanyi recibió su primer alimento caliente en el campo tres semanas después de su llegada a Auschwitz. En el mundo de los campos de concentración, esa realidad se asemeja al surrealismo.
Olère muestra otro aspecto de la escasez de comida y sus trágicos resultados en la obra Comida para las mujeres (número de museo 2663), donde se dibuja a sí mismo arrojando, a través de la alambrada de púas, un paquete con comida para las mujeres presas. Mientras tanto, otro prisionero vigila para asegurarse de que nadie lo descubra. Sobre la alambrada hay un cartel que dice «Achtung» y tiene la imagen de un cráneo para advertir del peligro de la alambrada electrificada. Acercarse a ella suponía un gran riesgo, pero contrabandear comida era un crimen castigado con la muerte. Sin embargo, el sentido de humanidad de Olère no desapareció en el campo de concentración a pesar del peligro que le rodeaba. Explica su proceder en el texto que aparece en esta obra: «Robé comida de las SS para no tener que ver a las mujeres en el crematorio». Olère sabía que los prisioneros que parecían estar lo suficientemente fuertes como para trabajar, en muchos casos, eran indultados de la pena de muerte del crematorio. Olère, el artista cuya tarea era vaciar las cenizas de los hornos, arriesgó su vida al robar y contrabandear comida para las prisioneras, en un intento desesperado de evitar encontrarse con ellas en el crematorio.
En el dibujo de las mujeres hambrientas que toman la sopa directamente de la olla se representa otro ejemplo de deshumanización: la falta de cucharas. Sin embargo, en el segundo dibujo se retrata el contrabando de comida y se pone énfasis en la solidaridad y la humanidad, virtudes que el proceso de bestialidad intentaba destruir.
Tolerancia religiosa
Las obras de Olère reflejan el rico mosaico humano que se encontraba en los campos: hombres, mujeres, niños, bebés, judíos y cristianos. La amenaza del crematorio los rodeaba; los hornos proyectaban una sombra profunda sobre la vida en el campo. Una gran cantidad de obras subrayan el destino común de ambas religiones, especialmente Sacerdote y rabino (número de museo 2660), Los católicos también (número de museo 2661), El tren hacia el infierno (número de museo 2691), Rezando en conjunto (número de museo 2687) y El exterminio del pueblo judío (número de museo 2675).
Dos de estas obras, Rezando en conjunto y El tren hacia el infierno, son ilustraciones de la hermandad del destino. Una de ellas, Rezando en conjunto, muestra la zona de rezo común para ambas religiones, que incluye la Estrella de David y la imagen de Jesucristo crucificado. Irónicamente, la tolerancia religiosa florece con el crematorio de fondo. En la segunda obra, un rabino y un sacerdote marchan juntos al frente de la procesión de deportados, que son vigilados por violentos hombres armados de las SS. De fondo se ve la imagen del tren, cuyo destino final es claro para todos. Esta hermandad religiosa muestra principalmente un trágico destino común.
Así como retrató la vida cotidiana en los campos, Olère también creó algunas obras simbólicas, como, por ejemplo, El exterminio del pueblo judío. En el centro están los rollos de la Torá, el manto ritual y las filacterias; al lado hay una Biblia, una cruz y la imagen de María, la madre de Cristo. De fondo se ven las llamas que salen de las chimeneas del crematorio, lo que representa la inminente destrucción de los símbolos religiosos. El fuego estaba a punto de consumirlo todo; el fuego de la locura y del odio amenazaba con destruir totalmente la cultura y los valores de la tradición occidental judeocristiana.
Las pinturas no solo representan el lamento por la aniquilación brutal de seres humanos, sino también por el intento de destruir su espíritu. La antigua y valiosa herencia cultural se prende fuego por el odio despiadado.
El anonimato de las víctimas.
Olère es un artista que emplea varias técnicas y herramientas artísticas para describir, paradójicamente, lo indescriptible. De hecho, utiliza la paradoja. En muchos de sus trabajos, tal y como se ha mencionado previamente, los prisioneros no presentan rasgos definidos, son anónimos y simplemente se ven como una multitud difusa. Sin embargo, Olère invierte los roles. Estamos acostumbrados a ver en la propaganda antinazi a los nazis, a los soldados y a los niños con camisas marrones, y a la multitud como una gran masa sin rostros definidos, reclutada para la Guerra Santa entre los soldados del Tercer Reich y los «hijos de la oscuridad». Olère hace lo contrario de forma deliberada: muestra a los prisioneros como la masa uniformada de los afiches de propaganda. De esta manera, Olère le añade un elemento irónico a los hechos macabros que ilustra. Los nazis se convirtieron en una máquina eficiente y cruel de asesinar, y lograron que millones de personas aparecieran como ellos. Las víctimas, sin rostro ni identidad individual, cuyas muertes fueron anónimas y colectivas, no tuvieron sepultura, lápida o ceremonia mortuoria. Aquellos que perdieron su humanidad les robaron a sus víctimas su identidad.
Presentacion de las victimas
Olère utiliza un amplio vocabulario artístico, parte del cual fue tomado de los estereotipos de la propaganda racial del régimen nacionalsocialista. Los hombres que representaban la «raza superior» eran guapos y musculosos, y las mujeres, atractivas y bien formadas, como las diosas griegas. En las obras Amamantando por última vez (n.º de museo 2693) y Madre e hija amenazadas por una ametralladora (n.º de museo 2690), Olère utiliza imágenes similares a este tipo de figuras. Desde el punto de vista nazi, las prisioneras eran «degeneradas» y pertenecían a una raza inferior, por lo que debían lucir completamente diferentes a las mujeres de la raza aria. Sin embargo, Olère las muestra como mujeres bellas, lo contrario a lo que se podría esperar, y crea un cambio irónico. Estas obras no son piezas de arte para hacer propaganda, muy al contrario. Son la acusación de una de las víctimas de esa propaganda homicida y sediciosa. En estas obras, Olère recuerda a las mujeres tal cual eran antes de convertirse en víctimas del odio y del racismo.
Ninguna de estas obras tiene conexión con los carteles de cine. Antes de la guerra, David Olère vivía de los carteles publicitarios que creaba para la industria cinematográfica. Luego, simplemente transfirió el estilo artístico que empleaba en aquella época a la vida que le impusieron los nazis detrás de las «rejas». Al incluir estas obras en su documentación sobre los horrores cometidos por los nazis, Olère crea una referencia cruzada con su vida pasada para recordar que, como otros millones de prisioneros de Europa, alguna vez tuvo una vida normal que se vio interrumpida violentamente.
El mensaje del medio
El medio que Olère decide usar está determinado por su particular modo de documentar. Sus dibujos son modestos, utiliza herramientas básicas y una cantidad mínima de materiales, por lo que estas obras se parecen a las producidas en los guetos y campos de concentración. Registra la vida cotidiana de los prisioneros en el campo de concentración. De hecho, Olère realizó las obras después de volver de Auschwitz. Su elección consciente de este medio transmite la sensación de que Olère siempre sintió que estuvo «ahí». No obstante, la elección del artista también le añade un elemento adicional, ya que crea una paradoja. En una gran cantidad de obras, Olère emplea códigos artísticos de la propaganda del régimen totalitario nazi. Sin embargo, a pesar de que sus obras aparecen principalmente en enormes pinturas al óleo o estatuas monumentales, Olère mantiene el lenguaje artístico en una escala más íntima y pequeña, como el modesto ámbito en el que se encontraban las víctimas encarceladas en los campos de exterminio.
Olère, tal como se ha mencionado previamente, sobrevivió a la guerra. Sin embargo, incluso después de su liberación, fue imposible volver el tiempo atrás, ya que las vivencias y los horrores que el artista plasma en su arte nunca se podrán borrar.
Las obras de Olère parecían repeler al público, en lugar de atraerlo. No es difícil comprender por qué los espectadores preferían evitar mirarlas. En Auschwitz, David Olère fue testigo de situaciones que nunca dejaron de atormentarlo [...]. Solo dibujó lo que recordaba, solo buscó la verdad [...]. Para él, era una obligación moral.
Ella Liebermann-Shiber
Durante el Holocausto
A través de mis pinturas intenté expresar todo lo que sentí y vi en mi juventud, todo lo que provocó que mi mundo se volviera oscuro. Mi trabajo será testigo de aquellos hechos terribles. Es solo un intento, ya que no creo que sea posible transmitir los horrores que sufrimos a través de pinturas u otras formas de expresión.
A pesar de sus reservas sobre la posibilidad de expresar el trauma y los horrores que ella y su familia padecieron a través del arte, Ella Liebermann-Shiber logró crear un archivo artístico de los hechos que presenció. Combina su propia historia de vida con la historia de toda la comunidad, en la que el individuo representa a generaciones de una cultura que ha sido aniquilada para siempre.
Ella Shiber (Liebermann, apellido de soltera) nació en Berlín en 1927 y provenía de una adinerada familia de comerciantes. En 1938, dado que su madre era polaca, tuvieron que dejar Alemania y mudarse a Bendin, la ciudad natal de esta. Durante la Segunda Guerra Mundial, toda su familia fue enviada al gueto local. En agosto de 1943, durante la persecución y deportación de judíos, Ella, sus padres y su hermano Leo se escondieron en un refugio que habían cavado debajo del cesto de basura, situado junto a su casa. Leo, de trece años, les proporcionaba comida que sacaba de la casa por las noches con el portero del edificio, un hombre polaco que arriesgaba su vida para llevar comida y otros artículos básicos al escondite. En una ocasión, el portero fue interrogado por un oficial de las SS, quien quería averiguar qué estaba haciendo al lado del cesto de basura. Como se negó a delatarlos, lo golpearon hasta matarlo. A partir de ese incidente, el padre de Ella comprendió que el escondite ya no era seguro y la familia decidió entregarse a los alemanes. Permanecieron en el gueto hasta diciembre de 1943, cuando fueron deportados a Auschwitz. Allí separaron a las mujeres de los hombres, a quienes enviaron inmediatamente al crematorio. Ella, de dieciséis años, y su madre fueron enviadas a trabajar a la fábrica de armas. Poco tiempo después, los alemanes descubrieron que Ella sabía dibujar y le proporcionaron materiales para que hiciera retratos con fotos de sus familiares, muchos de los cuales habían muerto en el frente. Por consiguiente, Ella y su madre recibían mejor comida que el resto de los prisioneros.
En 1945, ella y su madre formaron parte de la llamada «marcha de la muerte». Las trasladaron al campo de Neustadt, un anexo del campo de concentración de Ravensbrück. En mayo de ese mismo año, fueron liberadas y decidieron volver a Polonia para buscar a sus parientes. Fueron a Bromberg (Bydgoszcz), donde Ella conoció a Emmanuel Shiber, un oficial judío del ejército polaco con quien luego se casaría. Con la colaboración de la organización Bricha («escape»), abandonaron Polonia y llegaron a un campo de refugiados cerca de Múnich, desde donde pensaban continuar hacia Israel. El buque en el que viajaban, el Ben Hecht, fue capturado por los ingleses cerca de la costa de Israel y los pasajeros fueron enviados a un campo de reclusión de Chipre. En abril de 1948, tras permanecer un año en el campo, finalmente llegaron a Haifa, donde establecieron su hogar.
Al borde del abismo
Reconstruí cada imagen después de que me liberaran... A pesar de que me temblaban las manos, recreó el infierno del que, por milagro, mi madre y yo habíamos salido. Sentía que cada pintura revelaba los horrores que habíamos soportado y, de alguna manera, relajaba mi mente. Mi fe en la humanidad y en el mundo actual gradualmente volvió, a pesar de las crueldades que mi gente y yo sufrimos.
Los noventa y tres cuadros de la serie «Al borde del abismo» muestran la vida de la familia de Ella Liebermann-Shiber durante la guerra. La serie comenzó en Polonia en 1945, con el apoyo de su marido, quien pensó que al volcar sus sentimientos en las obras, Ella podría aliviar su depresión. La completó en Haifa en 1948. Esas pinturas fueron el resultado de los recuerdos frescos de una joven que vivió escondiéndose y pasó por el exilio forzado, el desarraigo y la pérdida de su familia y de su cultura. La serie presenta su tragedia personal como parte de la tragedia colectiva del Holocausto.
Vivir escondido
Vivir escondida, como un animal temeroso de ser cazado y asesinado, fue una de las situaciones más traumáticas que padeció. Como ella misma escribió:
Cada día te cazan, cada día cambias de escondite. La muerte siempre es inminente. La noche del 31 de julio de 1943, nos despertaron los disparos, los llantos y los gritos: «¡Judíos fuera!». Corrimos por el patio hasta el escondite. Parecía una tumba debajo del cesto de basura. Mis padres, mi hermanito, mi tía, ya anciana, y yo nos sentamos bien juntitos, arrodillados, para que hubiera lugar para todos. Escuchamos mientras arreaban a los judíos y los despachaban.
Ella Liebermann-Scherer transmite estas sensaciones en una gran cantidad de obras. Las emociones van desde el miedo, la tensión y la incertidumbre hasta la sensación de alienación y de ser aislado del mundo; un mundo del que, hasta el momento, habían formado parte y que ahora los rechazaba. (Ver Escondite, número de museo 2538; Escondite, número de museo 2537 y Búsqueda de niños escondidos, número de museo 2532). Su mayor temor, según recuerda, fue:
Teníamos miedo de que la grieta a través de la cual mirábamos el cielo azul fuera cosa del pasado.
En sus obras muestra el contraste entre dos mundos: el violento mundo externo, con soldados que portaban rifles, usaban botas militares y cascos para protegerse la cabeza; y los escondites, donde hombres, mujeres y niños indefensos se acurrucaban en rincones estrechos y vivían con miedo a ser descubiertos y al consiguiente castigo. Las imágenes acentúan la diferencia entre estos dos mundos y entre estos dos grupos de personas, ya que la idea de desamparo de quienes buscaban refugio queda enfatizada por la presencia de los oficiales de las SS.
Ella Liebermann-Shiber pinta con gran claridad la disparidad entre la vida bajo tierra y la libertad y la soberanía; entre la gente que vivía en refugios agazapada como animales y las tropas con ametralladoras y bayonetas; entre el poder que surgía del uso de la fuerza y la lucha por aferrarse a lo poco que tenían con lo que quedaba de fuerza.
Estos dos mundos están totalmente separados. Ella a menudo lo expresa así en sus pinturas. Coloca a los hombres de las SS en la parte superior del cuadro y a los judíos escondidos en la parte inferior. De hecho, aquí los nazis lograron su cometido: ellos son los «seres superiores», mientras que los «otros», que no pertenecen a la raza aria, son especies inferiores, están por debajo de los nazis. Por lo tanto, no había razón para no eliminar del mundo a estos seres inferiores.
Ella Liebermann-Shiber manifiesta el sufrimiento que ella y su familia soportaron, ya que vivieron durante varias semanas en un hoyo que ellos mismos habían cavado debajo del cesto de basura. Aunque estaban a pocos metros de su hogar, no podían ir porque su casa ya no era un refugio, sino una trampa. Además de sus sensaciones personales, Ella Liebermann-Shiber pinta el nuevo mundo bajo el dominio nazi, un mundo en el que existía una raza superior y lo que ellos denominaban «degenerados». Como tales, era conveniente que su frágil refugio estuviera debajo de la tierra.
Hambre y comida
Al igual que David Olère, Ella Liebermann-Shiber retrata muchas escenas relacionadas con la vida bajo la sombra de la muerte. Muchas de estas obras se refieren a la comida, a la miseria humana y al deterioro causado por el hambre aguda. Por ejemplo, Llevando café (n.º de museo 2569), Distribución de sopa (n.º de museo 2570), Comiendo (n.º de museo 2571), Hambre: buscando comida (n.º de museo 2573) y Hambre: robando pan (n.º de museo 2575).
Como en las obras que muestran los escondites, estas pinturas también enfatizan gráficamente las jerarquías. En primer término, aparece la esposa de un oficial de las SS, bien vestida y arreglada (Distribución de sopa, número de museo 2570), luego la prisionera «kapo», responsable de seguir las órdenes de los de arriba, quien a menudo mostraba bastante lealtad a la tarea que le encomendaban y trataba de forma brutal al resto de sus compañeras (Llevando café, número de museo 2569).
(Llevando caf?, número de museo 2569). Las que menos importancia tenían, y que incluso estaban por debajo de los perros, eran, por supuesto, las prisioneras. Como en las obras de David Olère, se las ve sin rasgos definidos; conformaban una masa anónima, sin identidad. Hacían filas interminables para servirse una escasa porción de sopa. Se aprecia un notable contraste entre sus miserables ropas gastadas y la fina vestimenta de la esposa del oficial de las SS.
Ella Liebermann-Shiber escribió sobre el ritual de distribución de sopa:
El perro recibe la sopa antes que los judíos, pero no le gusta el sabor. A nosotras sí, porque estamos muy hambrientas. [11]
El hambre feroz hacía que la batalla por la supervivencia fuese aún más despiadada. David Olère pinta gestos de solidaridad, pero Ella Liebermann-Shiber muestra la otra cara de la moneda, aquella de las personas que robaban comida para sobrevivir. Irónicamente, al hacerlo, ponían sus vidas en riesgo.
Por lo general, roban pan por la noche. Una tajada de pan y un poco de sopa nos dura un día. Un bocado cada unas horas nos ayuda a pasar la mañana. Sin embargo, a veces los ladrones nocturnos tratan de robar el pan escondido, incluso a sabiendas de que si los atrapan, pagarán con sus vidas.
Esos fenómenos absurdos eran parte de la vida cotidiana en un mundo donde las leyes de la lógica ya no estaban vigentes.
Vivir bajo la sombra de la muerte
Mientras los recuerdos todavía estaban frescos, Ella Liebermann-Shiber mostró la vida detrás del humo de las chimeneas de los crematorios. No todos los aspectos de la vida diaria estaban necesariamente influidos por la cercanía de la muerte. Cuando llevaban a un grupo de mujeres a las barracas de Birkenau (en las barracas, número de museo 2554), les decían:
«Aquí es donde van a vivir, comer y dormir; aquí es donde van a morir». Mientras tanto, señalaban nuestras literas, que estaban separadas por filas angostas. Había una frazada sucia para las seis personas que compartíamos el espacio. El asentamiento quedaba sumergido en la oscuridad. Así era el campo de concentración de mujeres en Birkenau, parte del complejo de Auschwitz.
La imagen de las literas, colmadas de prisioneras que no tenían privacidad, provoca sensaciones dolorosas en el espectador. La pintura parece infinita; no se ve el final de las barracas. Las líneas de las literas que definen el espacio donde vivían las prisioneras parecen no tener fin. Las mujeres estaban apelotonadas unas encima de otras como sardinas en lata. Todas miraban hacia el suelo, sus rostros habían perdido toda su gracia y solo expresaban desesperanza. La densa acumulación de literas da la impresión de una horripilante preparación para la muerte, que fue el destino de muchas de las mujeres retratadas en esta pintura.
Una de las obras más macabras que muestra el dualismo de la vida y su corta proximidad a la muerte es El camino hacia la liberación (n.º de museo 2560). Las horrorosas condiciones de su encarcelamiento, el acecho de la muerte en cada rincón y la pérdida de su humanidad llevaron a muchos prisioneros a la desesperación. Para escapar de todo eso, del miedo que los convertía en animales, los prisioneros buscaron el único medio de escape: corrían y se arrojaban contra la alambrada electrificada, que les prometía una muerte segura e inmediata. La única «liberación» que les aseguraba esa vía era el hecho de que los prisioneros determinaban su propio destino, finalmente e irrevocablemente. No más oscilación entre la desesperación y la esperanza, ya que, según los prisioneros, era una de las situaciones más difíciles con las que tenían que lidiar:
Muchos prisioneros corren hacia la alambrada electrificada. En la muerte encuentran la libertad. Tenía una amiga de dieciséis años, llena de vida y muy sonriente. Hanka [...] era guapa y enérgica. Se escapó de la fila y corrió hacia la alambrada. Gritó, lloró... ya era demasiado tarde.
Las masas
Las imágenes de las masas en Deportación (n.º de museo 2542), en El vagón de carga (n.º de museo 2545) y en La marcha de la muerte (n.º de museo 2585) reflejan varios aspectos del desarraigo, la desesperación y la desesperanza. Ella Liebermann-Shiber muestra en estas obras la transferencia masiva de gente de un lugar a otro y la deshumanización que atravesaron. En Deportación, las personas aparecen de espaldas, con lo que se genera la sensación de alienación en el espectador. En En el vagón de carga, la gente es trasladada en condiciones inhumanas. Las personas mayores, las mujeres y los niños estaban amontonados en el vagón de carga y luchaban desesperadamente y sin éxito por encontrar un diminuto espacio para respirar. Ella Liebermann-Shiber logra transmitir el llanto de los que sufrían, la mirada de miedo y desesperación con solo lápiz. Así, esta imagen terrible es todavía más poderosa y horrorosa.
En cierto modo, La marcha de la muerte refleja lo opuesto a la imagen presentada en Deportación. En esta última, la gente era arrancada de su hogar, de los campos y de los guetos y trasladada hacia el campo de la muerte. Allí, la pregunta que flotaba en el aire era: «¿Hacia dónde?». Sin embargo, en La marcha de la muerte hacían el camino inverso. En 1945, la guerra estaba a punto de terminar. El ejército del «Reich de Mil Años» estaba a punto de caer y sus soldados regresaban a Alemania con lo poco de humanidad que había logrado sobrevivir a los horrores de los campos. La interminable procesión dejaba el campo acompañada por guardias armados. Nuevamente, los prisioneros se ven de espalda, pero, a diferencia de las personas en deportación, esta vez llevan números de identificación en el uniforme. Llegaban al campo como individuos y se iban como números de serie, luego de haber sobrevivido milagrosamente a la máquina de exterminio masivo. Algunos prisioneros se caían apenas comenzaba la marcha y sus compañeros los llevaban a cuestas en sus hombros, lo que dejaba en evidencia que la brutalidad de los campos no había logrado extinguir la solidaridad. El poder de estas obras, El holocausto y La marcha de la muerte, reside en el amenazante silencio que encierran. No oímos los llantos de miedo de la multitud en el vagón de carga, sino un silencio profundo y aterrador.
La experiencia personal y colectiva
Muchas de las obras de Ella Liebermann-Shiber reflejan la tragedia personal que sufrió en su juventud, el frustrado intento de esconderse, su deportación a Auschwitz y la vida en el campo de concentración. Sin embargo, al mismo tiempo, también registró la experiencia colectiva: la demonización de los judíos y el exterminio físico y espiritual de este pueblo.
En En falsa propaganda (n.º de museo 2514) y Burlándose de un judío mientras reza (n.º de museo 2515) muestra el proceso por el cual se creó una imagen negativa de los judíos en la mente de las personas. En la primera obra, se ve a un grupo de judíos con el manto ritual que sostienen armas. Frente a ellos, hay un fotógrafo. En la segunda, un grupo de oficiales de las SS se burlan de un judío mientras reza con su manto ritual. Ambas escenas fueron montadas, tal como explica Ella Liebermann-Shiber:
Colocan a los judíos ortodoxos en grupo. En sus manos colocan armas, granadas de mano y cuchillos. Luego les sacan fotos, que son enviadas a Berlín con el siguiente comentario: «Los judíos son subversivos y deben ser eliminados».[15]
La explicación de la segunda pintura, Burlándose de un judío mientras reza, es la siguiente:
Obligan a los judíos a rezar y se burlan de ellos. [16]
Esta misma propaganda que condenó a los judíos al ostracismo también allanó el camino para su exterminio. Ella Liebermann-Shiber presenta el simultáneo proceso de destrucción de la cultura judía y de los valores espirituales en Quemando libros (n.º de museo 2502) junto con la destrucción física. En Evidencia (número de museo 2568), queman tesoros literarios, comentarios de la Torá y obras científicas y filosóficas para aniquilar no solo a los autores, sino también su contribución a la sociedad y a la humanidad. Además de la Biblia y los rollos de la Torá, los nazis quemaron las obras de Heinrich Heine, Stephan Zweig y el trabajo de investigación de Sigmund Freud y Albert Einstein con la intención de eliminar su contribución a la cultura occidental. Aparte de todos estos nombres famosos, Ella Liebermann-Shiber también muestra la destrucción de gente común y corriente, ciudadanos a los que no les quedaba más que unos pocos objetos personales, que llevaban consigo cuando fueron asesinados arbitrariamente.
Libros de rezo, maletines, muñecas, pelotas, zapatos, pasaportes, pinturas... El camino está cubierto de objetos que alguna vez llevaron felicidad a seres humanos. La niña que se abrazaba con su muñeca yace hoy en una tumba.
Para Ella Liebermann-Shiber, el punto de partida es su trágica biografía, a partir de la cual avanza hacia los símbolos de la memoria colectiva. La transición gradual de la vida normativa a la aniquilación completa se evidencia en sus obras en dos niveles: la historia del individuo que inexorablemente simboliza toda la historia judía durante el Holocausto.
Max (Meir) Bueno de Mesquita
Exhaustos, los prisioneros nos arrastramos hasta la entrada del campo. Miramos tímidamente a nuestro alrededor y nos atrevimos a salir de allí [...]. Queríamos ver los alrededores del campo por primera vez con los ojos de personas libres. «Libertad», repetíamos constantemente; sin embargo, no la entendíamos, teníamos muchas preguntas. Habíamos pronunciado esa palabra tan frecuentemente durante todos esos años... Habíamos soñado tanto con ella que había perdido su significado. La realidad no penetraba en nuestra conciencia.
Cuando los nazis invadieron los Países Bajos, Max Bueno de Mesquita era un joven artista en los inicios de su carrera. Él y toda su familia fueron enviados a los campos de exterminio, donde la mayoría de ellos murieron. Max sobrevivió y volvió a Ámsterdam para continuar trabajando como artista. Una de sus mayores dificultades fue afrontar la vida después de lo vivido en los campos, afrontar la libertad. ¿Puede uno realmente «liberarse» de los campos? ¿Puede uno «liberarse» realmente de los campos? Bueno, Mesquita buscó refugio de esos intensos recuerdos a través de su arte.
Max Bueno de Mesquita nació en una familia judía de Ámsterdam en 1913. Creció en un barrio judío, colorido y lleno de vida. Su padre trabajaba para la comunidad judía, pero su pasatiempo era encuadernar libros antiguos. Su madre, la imagen dominante de la familia, alentaba a sus hijos a interesarse por el arte. Tras visitar el Museo Nacional de Holanda, el Rijksmuseum, a los dieciséis años, Max consideró la posibilidad de seguir los pasos de uno de sus tíos y convertirse en artista. Estudió arte en la Academia de Arte y, puesto que era un alumno brillante, obtuvo la prestigiosa beca «Premio de Roma». Como no se sentía cómodo en la Roma fascista bajo el régimen de Mussolini, volvió a su casa al cabo de un par de semanas y comenzó a estudiar artes gráficas.
El creciente antisemitismo llevó a Bueno de Mesquita a convertirse en un sionista activo. Se mudó a Israel y aprendió tareas agrícolas en la granja de capacitación Einzel Dewenter Hacshara. Allí conoció a Elizabeth de Jong («Beppie"), con quien se casó en 1938. El 10 de mayo de 1940, el ejército alemán invadió los Países Bajos y se rindió cinco días después. Bajo el dominio alemán, las políticas contra los judíos se recrudecieron. Por tal motivo, Bueno de Mesquita, su esposa y sus suegros se escondieron. Trece meses después, fueron descubiertos tras el arresto de un holandés refugiado que había detallado su ubicación en su libreta. Los arrestaron y el 23 de agosto de 1943 fueron deportados a Auschwitz-Birkenau. Sus suegros fueron enviados directamente a la cámara de gas. Max realizó trabajos forzados en Auschwitz y en otros campos de exterminio. Cuando lo liberaron, su estado de salud era precario y fue hospitalizado durante varios meses en Linz. En noviembre de 1945 volvió a Ámsterdam, donde encontró a uno de sus hermanos y a su esposa, que tenía marcas en el cuerpo por los experimentos médicos que le habían realizado. El resto de su familia, sus padres, dos hermanos y dos hermanas (incluida Kitty, que estaba embarazada) murieron en Auschwitz-Birkenau.
Tras la guerra, la relación entre Bueno de Mesquita y su esposa se deterioró y él vivió durante varios meses en Francia e Italia. Cuando volvió a Israel, luchó en la Guerra de la Independencia. Posteriormente, regresó a los Países Bajos, donde volvió a casarse. En 1966 nació Kitty, su hija, quien llevó el nombre de su tía.
Enfrentar el pasado
Después de la guerra, Bueno de Mesquita intentó enfrentar su pasado y pintó lo que él y su familia habían vivido. En sus obras entrelaza sus vivencias en los campos de concentración con una amplia gama de temas artísticos, como retratos, naturalezas muertas y estudios reales del cuerpo humano. Intentó combinar las pesadillas del pasado con la experiencia de la vida cotidiana. Bueno de Mesquita pintó su Autorretrato al regresar de Auschwitz (n.º de museo 1644) con mucha angustia. En dicha obra, sus ojos observan el mundo que lo rodea, revelan culpa, dudas y se preguntan: «¿Cómo puedo empezar a vivir nuevamente?».
En las obras abstractas, Max muestra la realidad del mundo de los campos de exterminio. Es como si su rehabilitación tuviera que surgir de las ruinas de ese mundo. En Las barracas del campo de concentración (n.º de museo 1645) refleja la estructura física de los campos, mientras que la trágica realidad queda plasmada en un par de obras tituladas En fila hacia la cámara de gas (n.os de museo 1622 y 1631). En estas dos pinturas se ve a un grupo de mujeres camino hacia su muerte. En una, hay un niño con ellas, y en la otra, la primera mujer de la fila está embarazada y sostiene a un niño en sus brazos. Las mujeres están de pie en un suelo irregular y, de fondo, se ve un halo de humo que les da una apariencia angelical.
En estas obras, basadas en su biografía personal y en la de su familia (incluyendo el asesinato de su madre y hermanas en Auschwitz), Max pinta a un grupo de mujeres desnudas, cuya desnudez no tiene una connotación sexual o erótica, sino que simboliza su absoluta desesperanza. Muestra claramente la inestabilidad de su mundo, en el que los valores primarios se desintegraron: las madres ya no podían proteger a sus hijos. El suelo irregular simboliza la destrucción de los cimientos de sus vidas; las personas perdieron su individualismo. El trazo grueso enfatiza la falta de feminidad. Esas figuras representan a millones de mujeres que fueron asesinadas en el Holocausto. Además, las mujeres embarazadas y los niños representan la erradicación de las futuras generaciones, de los que ya habían nacido y de los que estaban en el vientre materno. La aniquilación fue total. Para Bueno de Mesquita fue difícil enfrentar la idea de esa masacre tan brutal. En un acto de compasión, representó a esas personas con halos de humo para darles un aspecto angelical. De esta manera, por medio de su arte, su recuerdo perdurará para la posteridad.
Enfrentar el pasado como terapia
La sensación de desilusión es diferente. [...] ¿Pero después de la liberación? Algunos hombres se dieron cuenta de que nadie los esperaba. ¡Pobre del que esperaba que el día de sus sueños llegara y luego se dio cuenta de que fue totalmente distinto de lo que había imaginado! Tal vez se subió a un tranvía, viajó a su hogar (que no había visto en años) e imaginó que tocaba el timbre, tal como lo había soñado en tantas ocasiones, y luego se dio cuenta de que la persona que debía abrir la puerta no estaba allí y que nunca más estaría.
Fundamentalmente, había dos sensaciones que amenazaban al prisionero liberado: la amargura y la desilusión al volver a su vida anterior. La amargura estaba causada por lo que encontraba al volver a su pueblo natal, lo cual lo llevaba a deprimirse y a preguntarse por qué había vivido todo aquello.
Por tal motivo, Víctor Frankl (psiquiatra) escribió sobre la desilusión, el regreso al hogar y el encuentro con el entorno propio, que por lo general resultaba muy doloroso. Víctor era un superviviente de Auschwitz. Desarrolló una nueva terapia conocida como logoterapia, que se centra en la búsqueda de un significado más amplio de la vida humana. Bueno de Mesquita vivió situaciones similares a las de Frankl. Frankl: Cuando regresó, su relación con su esposa se deterioró, la mayor parte de su familia había fallecido y, a pesar de sus esfuerzos por reorganizar su vida, padecía una depresión permanente. Sus implacables recuerdos y su persistente dolor (que nunca desaparecieron) lo condujeron al miedo y a la desesperanza, y en 1970 intentó suicidarse. Como consecuencia, fue internado en la clínica del doctor Bastians, un psiquiatra holandés que había desarrollado un nuevo tipo de terapia basada en el uso del LSC con personas que padecían el «síndrome del campo de concentración». Durante el tratamiento, Bueno de Mesquita creó una gran cantidad de obras que reflejaban sus experiencias pasadas. Para mostrar lo indescriptible, empleó un estilo simbólico mezclado con los colores llamativos de sus pesadillas.
Símbolos colectivos
Muchas de las obras que creó en esa época se centraban en las víctimas (entre ellas, los miembros de su familia), que atravesaron un proceso de deshumanización. Los individuos pasaban de ser seres humanos de carne y hueso a convertirse en números de serie ubicados en orden numérico. Esto se aprecia claramente en ¿Qué les han hecho a nuestras niñas? (número de museo 1642 ab) y Los números que sobrevivieron (número de museo 1629). La industria asesina nazi llevó a cabo el asesinato en masa de víctimas aisladas con una eficiencia mecánica.
Nuevamente, Bueno de Mesquita muestra símbolos de la experiencia colectiva en Silueta de una mujer, «Los seis millones» (número de museo 1634), en la que, no por casualidad, la mujer arquetípica nos recuerda a aquellas mujeres de En fila hacia la cámara de gas. A diferencia de los colores llamativos de las dos obras anteriores, los colores de esta pintura tienen un significado: el número seis, pintado en violeta y turquesa sobre el estómago de la mujer, sugiere la forma de un feto; sus pechos están pintados de manera infantil y con colores vivos (amarillo, rosa y verde); y las uñas están pintadas de rojo y sostienen la base del número seis. Todo junto crea la imagen de una mariposa colorida, que aparece en muchas de sus obras de este periodo.
El artista, su hermana Kitty y la mariposa
Llegada de mi hermana Kitty a Auschwitz (n.º de museo 1623), Deshumanización. Llegada de mi hermana Kitty a Auschwitz (n.º de museo 1619) y Madre en la cámara de gas con una mariposa (n.º de museo 1643) muestran los dos extremos de Auschwitz. Kitty, que estaba embarazada, representa no solo a la querida hermana de Bueno de Mesquita, sino también a la generación siguiente que llevaba en su vientre. El asesinato masivo no solo significa la destrucción del pueblo judío de ese momento, su cultura y su herencia, sino también la aniquilación de generaciones futuras. En las dos pinturas en las que se ve la llegada de su hermana a Auschwitz, Bueno de Mesquita ilustra el proceso de deshumanización al que fue sometida.
En Llegada de mi hermana Kitty a Auschwitz (n.º de museo 1623), se la ve como una mujer de carne y hueso, pintada con colores cálidos. Sin embargo, en Deshumanización. Deshumanización. En esta obra, el único elemento humano que se distingue es el feto, que es pulverizado por la máquina asesina. El artista emplea colores fríos que enfatizan ese sentimiento inhumano y mecánico. Kitty y su bebé (que nunca nació) se transformaron: eran seres vivos y luego se convirtieron en objeto de la masiva industria asesina de los nazis.
Este tema, que tanto atormentaba a Bueno de Mesquita, alcanzó una expresión sensible en las tres obras Metamorfosis en Auschwitz (número de museo 1630 a-b-c). En ellas, contrasta a las víctimas (su hermana y su bebé) con los elementos de la máquina asesina, es decir, con los trenes y las cámaras de gas. Pinta a los seres humanos con calidez y suavidad, mientras que los instrumentos de la muerte son fríos y esquemáticos. Este contraste entre la víctima y el asesino también se refleja en la imagen de Kitty, que abraza su panza, su vientre, una mariposa. Esta colorida y frágil criatura, símbolo de la libertad, tiene un corto lapso de vida, como el de sus familiares asesinados. A diferencia de la mariposa, no hay un ciclo reproductivo ni de renovación, solo hay un fin brutal, como el de la madre que se eleva hacia el cielo, hacia los ángeles, en una pintura similar de Chagall. La mariposa también aparece en la obra Madre en la cámara de gas con una mariposa (número de museo 1643), dedicada a todas las madres asesinadas. La mariposa, sin restricciones ni límites, vuela de madre a hija para simbolizar el destino común que les espera.
La mariposa siempre está a merced de los cazadores de mariposas que intentan atraparla en sus redes. Bueno de Mesquita utiliza esta imagen para transmitir la esencia de lo que su familia padeció en el Holocausto: fueron cazados, capturados y destruidos. Su experiencia personal representa asimismo el destino del pueblo judío, mientras que la mariposa escapa de los campos y del crematorio.
Durante siete semanas
Viví aquí [...].
Pero nunca vi una mariposa [...]
Las mariposas no viven aquí,
En el gueto.
Motivos centrales
Bueno de Mesquita emplea imágenes tomadas de distintos mundos, pero especialmente del mundo de la niñez. Las mariposas, los trenes de juguete y los dibujos son elementos infantiles que le permiten crear un contraste irónico con el tema que pinta. Utiliza estos dibujos, que en teoría son inocentes, para mostrar una realidad cínica y brutal. Decidió presentar esta pesadilla demoníaca con un tono sutil y sofisticado. Su intención no es horrorizar al espectador, sino despertar la sensación de identificación con la única imagen solitaria, antes de que esta forme parte de la indistinguible masa. Bueno de Mesquita busca revertir la deshumanización y devolverle a las víctimas su personalidad e individualidad.
Max Bueno de Mesquita murió el 5 de febrero de 2001, poco después de cumplir ochenta y ocho años. En sus obras, ilustró en numerosas ocasiones la vida de aquellas personas que fueron asesinadas durante el Holocausto y, a través de ese recuerdo, intentó abrir una luz de esperanza para aquellos otros que sobrevivieron a la locura y a la destrucción.
Epilogo
Tres artistas, tres mundos diferentes y, a pesar de eso, sus obras tienen mucho en común. Las pinturas y los dibujos de David Olère y de Ella Liebermann-Shiber muestran las distintas etapas en la vida de los prisioneros, desde su llegada al campo hasta «la marcha de la muerte». Sus pinturas son un reflejo de las obras que se producían en los campos [21] o de las que se creaban después de la liberación. Al igual que Ella Liebermann-Shiber, Alfred Kantor realizó 127 dibujos mientras estuvo en el campo de refugiados de Degendorf, en Baviera. Llegó allí en julio de 1945 y, en dos meses, realizó dibujos basados en sus recuerdos de todos los campos por los que pasó (Theresienstadt, Auschwitz y Schwarzheide). La posibilidad de expresar su experiencia a través del arte fue una especie de exorcismo, como si hubiera buscado purificarse de los tormentos físicos y psicológicos que padeció y liberarse de esas espantosas vivencias.
Para David Olère y Ella Liebermann-Shiber, el talento artístico fue claramente una ventaja mientras estuvieron prisioneros. Los alemanes le pidieron a David Olère que escribiera cartas con ilustraciones para sus familiares, mientras que Ella Liebermann-Shiber dibujó retratos de sus familiares a partir de fotografías. A raíz de estos servicios, sus condiciones mejoraron levemente, puesto que recibían mejor comida que el resto de presos. El arte no solo les ayudó en épocas difíciles, sino que también les sirvió para afrontar sus recuerdos. Pintar no solo sirvió como medio para documentar lo vivido, sino también como terapia. «Sentí que cada revelación artística de los horrores de mi pasado me traía alivio y, hasta cierto punto, calmaba mis pensamientos», escribió Ella Liebermann-Shiber. Ella Liebermann-Shiber.
El efecto terapéutico del arte se aprecia claramente en los cuadros de Max Bueno de Mesquita. Produjo obras y habló sobre su horrible experiencia, su sufrimiento y la muerte de sus familiares (de la que se enteró posteriormente). Se podría decir que cuanto más tiempo pasaba, mejores imágenes y escenas producía a nivel estético y artístico. Las obras de David Olère y Ella Liebermann-Shiber son directas y muestran la realidad sin filtros, mientras que las pinturas de Max Bueno de Mesquita son mucho más estilizadas y, en algunos casos, abstractas. En varias pinturas, a menos que uno conozca el contexto de su trabajo, se puede observar que se adaptan a distintas escuelas de arte. Por ejemplo, la obra con los números de serie se podría considerar arte pop.
Aunque las pinturas de David Olère son material documental, han experimentado una interesante transformación artística. Las mujeres de sus obras son atractivas y estilizadas. Esta idealización aumenta la sensación de horror, pero al mismo tiempo revela el humanismo del artista, que plasma el espíritu humano en sus pinturas de las víctimas.
Ella Liebermann-Shiber, David Olère y Max Bueno de Mesquita tuvieron vidas muy distintas, tanto antes como después de la guerra. No obstante, la guerra marcó su personalidad. A pesar de sus diferencias, tienen muchos factores en común: por un lado, sufrieron hambre, abusos, castigos y malas condiciones físicas; por otro, la aniquilación de la herencia cultural occidental, que se llevó a cabo con crudo vandalismo y brutalidad. Cada uno refleja un aspecto de la imagen del prisionero que se convierte en un anónimo más dentro de la masa y pierde todos sus rasgos personales. Se convirtieron en uno de los seis millones o en uno de los números que sobrevivieron.
A través del arte, sus recuerdos personales se convirtieron en símbolos colectivos. De esta manera, los artistas y sus familias no solo se presentan a nivel individual, sino también como sociedad y pueblo judío. Es imposible revivir los árboles que han sido arrancados; la cicatriz permanecerá para siempre. Los artistas, como otros supervivientes, intentan enfrentar las heridas sangrantes del pasado a su manera.
Ninguno de los prisioneros liberados, al mirar atrás y ver las experiencias del campo de exterminio, comprende cómo pudo soportar todo eso. El día de la liberación finalmente llegó y les pareció un hermoso sueño; sin embargo, había momentos en los que sentían que todo lo que habían vivido allí había sido simplemente una pesadilla.
Al volver a casa, la experiencia más fuerte de todas fue la maravillosa sensación de que, después de todo lo que sufrieron, ya no había nada que temer, excepto a su Dios.
Referencias
[1] Appelfeld, Aharon. Supervivientes, conmemoración y arte, 24 (p. 6). Bishvil Hazikaron, Yad Vashem.
[2] Klarsfeld, Serge. La mirada de un testigo: David Olère como Sonderkommando en Auschwitz (p. 9). The Beate Klarsfeld Foundation, Nueva York, 1989.
[3] Alexander Olère, hijo del artista. Carta del 19 de febrero de 1998.
[4] Apperfeld (p. 4). De referencia anterior.
[5] Ewa Gabanyi nació en Checoslovaquia en 1918. Provenía de una familia judía. La encarcelaron en Auschwitz el 3 de abril de 1943. Fue la prisionera n.º 4739. El álbum El calendario de los recuerdos (Kalendarz wspomnien), creado en Auschwitz en 1944, incluye veintidós dibujos pequeños de 10 x 18 cm. Forman parte de los archivos del Museo Estatal de Auschwitz-Birkenau. Me gustaría agradecer al director del museo, Jerzy Wr?blewski, y a la directora de publicaciones, Teresa Swiebowska, la información que nos brindaron sobre este tema.
[6] Klarsfeld, Serge. La mirada de un testigo: David Olère como Sonderkommando en Auschwitz (p. 9). The Beate Klarsfeld Foundation, Nueva York, 1989.
[7] Liebermann-Shiber, Ella. Al borde del abismo. Museo de los Combatientes del Gueto, 3.ª edición, 1997.
[8] Liebermann-Shiber, Ella. Al borde del abismo. Museo de los Combatientes del Gueto, 3.ª edición, 1997.
[9] Liebermann-Shiber (p. 49).
[10] Cita previa.
[11] Liebermann-Shiber (p. 85).
[12] Liebermann-Shiber (p. 64).
[13] Liebermann-Shiber (p. 70).
[14] Liebermann-Shiber (pp. 23 y 24).
[15] Liebermann-Shiber (p. 78).
[16] Liebermann-Shiber (p. 78).
[17] Liebermann-Shiber (p. 78).
[18] Frankl, Victor E.. El hombre en busca del sentido: introducción a la logoterapia (p. 111). Dvir, Tel Aviv, 11.ª impresión, 1981.
[19] Frankl (pp. 114 y 115). Obtenido de la referencia anterior.
[20] Friedmann, Pavel. La mariposa. Dibujos y poemas para niños: Terezín 1942-1944 (pp. 33). Museo Judío Estatal, Praga, 1959.
[21] En el campo de Gurs (Francia) se publicaron revistas, algunas de las cuales contenían caricaturas. Por ejemplo: Mickey au camp de Gurs, 1942 de Horst Rosenthal; La Journée d’un hôtel, camp de Gurs, 1942, Collection Musée de la Shoah, París; Gurs 1941 de Liesel Felsenthal, Collection of Leo Baeck Institute, Nueva York. Ver: Rosenberg, Pnina. L'art des indésirables: l'art dans les camps d'internement français. L'Harmattan, París, 2002.
[22] Kantor, Alfred (prisionero de Auschwitz n.º 168524). The Book of Alfred Kantor. McGraw, Nueva York, 1971.
[23] Las obras de David Olère también sirvieron como testimonio legal. Robert Jan van Pelt, testigo experto en el juicio Irving vs. Lipstadt (Londres, 2004), presentó las pinturas de David Olère como prueba de la existencia de las cámaras de gas. Jan van Pelt, Robert. The Case for Auschwitz: Evidence from the Irving Trial. Indiana University Press, 2002. Frankl, 24 (pp. 99 y 100).